domingo, 13 de octubre de 2013

COYOTE



Gabriel sintió una leve inyección de adrenalina cuando escuchó rugir el motor del coche. Había estado deambulando a oscuras por su piso desde que el sol había se había escondido tras aquellos rascacielos, buscando algún entretenimiento que acelerase el transcurso de aquella eterna madrugada. Estaba cansado, podía sentirlo en la pesadez de sus párpados o en el agotamiento que le suponía realizar cualquier esfuerzo físico. Y, sin embargo, su mente y las cosas que por ella transitaban le obligaban a mantenerlo despierto una noche más.

 Había perdido la cuenta de cuántas noches en vela habían transcurrido desde la última vez que había logrado dormir profundamente. Ni siquiera recordaba haberlo conseguido alguna vez en aquel último mes, pese a que el sueño llamara a su puerta cada noche. Su cerebro no iba a permitirle una tregua en aquel castigo que parecía haberle sido implantado de por vida, una tortura que noche tras noche debía revivir

 No podía seguir durmiendo en aquella cama. No con la cantidad de recuerdos que esta le provocaba. Había lavado las sábanas más de una decena de veces y todavía podía oler su perfume y el sudor que las había impregnado durante aquellas largas y placenteras noches de sexo. Gabriel creía que se estaba volviendo loco, que no era posible que hubiese pasado tanto tiempo desde que ella había salido por última vez de aquella habitación y que todavía no había logrado superarlo; o ni siquiera intentarlo. Siempre se había considerado un poco masoquista, pero estaba dejando que aquella culpa lo arrastrara poco a poco hacia un precipicio del que apenas podía escapar.

 Los recuerdos de la última discusión, las palabras que podría haber dicho para evitar aquella ruptura y las posibilidades de futuro que él mismo había hecho desaparecer le estaban creando un nuevo ataque de ansiedad. Su interior pedía a gritos destrozar algún objeto cotidiano e inservible de aquel piso o deshacerse en puñetazos contra una pared, pero no quería que sus compañeros de trabajo empezaran a preocuparse por la sangre seca que presentaban sus nudillos cada vez con más asiduidad. Tampoco eran horas para ponerse a dar golpes, y no quería que sus vecinos empezaran a preocuparse por su salud mental, pese a que lo que más necesitaba en aquel momento era una ayuda externa. No iba a soportar quedarse en aquel templo de la desolación ni un solo minuto más, y le daba igual abandonarlo por la puerta o por alguna de las sucias ventanas que tiempo atrás habían iluminado cada uno de sus radiantes momentos vividos allí.

 Llegó al aparcamiento sintiendo como el traicionero frío de las noches de octubre calaba en cada poro de su piel. No se había molestado en buscar una ropa adecuada para salir a la calle, ni siquiera unas zapatillas adecuadas para conducir. Simplemente había cogido las llaves de su deportivo y una cajetilla de aquel tabaco que había estado consumiendo viciosamente para poder seguir haciéndolo durante su viaje a cualquier lugar y a ninguna parte.

 No escondió su sorpresa al contemplar su mirada a través del retrovisor. De no tener la certeza de que era él, jamás se habría reconocido. Sus ojos ya no destilaban aquel brillo azulado, sino que se habían convertido en dos esferas enrojecidas rodeadas por una piel cuya sequedad y oscuridad resultaban casi mortecinas. Los ojos que lo observaban desde aquel retrovisor no eran los de Gabriel, sino los de un ángel caído cuya existencia se basaba básicamente en la resignación de soportar los días que le quedaban hasta la llegada de su muerte. O puede que existiese la posibilidad de acelerar hacia ella.

 Gabriel sintió una leve sensación de adrenalina cuando escuchó rugir el motor del coche. Era una emoción que llevaba sintiendo desde el primer momento en que sus manos habían entrado en contacto con un volante. Le apasionaba conducir, y todavía no sabía muy bien por qué. Daba igual el momento del día o su estado de ánimo, aquella práctica conseguía sustraerle cualquier cosa de su interior y desconectar temporalmente de cualquier aspecto de su vida. Cuando estaba en el coche, todo se resumía en él y ese vehículo.

 Antes de pisar el acelerador, reparó en un pequeño coyote de peluche colocado en la guantera. Aquel trozo de tela que ella le regaló hace mucho tiempo lo observaba con una simple y efectiva sonrisa, demasiado optimista como para permitirse estar en aquella posición tan privilegiada. Sin pensárselo dos veces, Gabriel lo cogió y acercó el mechero hasta una de sus extremidades, experimentando un leve y culpable placer al presenciar como aquel indefenso peluche empezaba a arder. Llegó a sentir cierta envidia por su rápida extinción, pero se apresuró a lanzarlo por la ventana antes de provocar un altercado en el interior de aquel vehículo. Todavía no era el momento.

 No pudo evitar esbozar una fugaz sonrisa cuando el coche salió disparado del aparcamiento hacia el exterior de aquel edificio. Mientras disfrutaba del repugnante sabor de la nicotina y escuchaba a todo volumen aquella balada rockera de su estación de radio favorita se sintió por primera vez libre de aquellas cadenas que lo habían estado esclavizando durante las últimas semanas. Tarareaba involuntariamente el estribillo de aquella canción mientras observaba la absoluta soledad de las calles a altas horas de la madrugada. Era como si un apocalipsis hubiese acabado con los centenares de personas que congestionaban aquella urbe durante el día, como si hubiese accedido a un universo alternativo en el que se encontraba completamente sólo.

 Pero, en realidad, aquella sensación de soledad que desprendía la ciudad era el perfecto reflejo de lo que era actualmente la vida de Gabriel. Lo había dejado todo (incluido su familia, sus amigos y un trabajo bastante decente) para poder irse de su pueblo e iniciar una nueva aventura en aquella jungla urbana junto al que iba a ser el amor de su vida. Todo iba a ser arriesgadamente maravilloso, de no ser porque no pensó en la posibilidad de que aquel idílico futuro se viese destinado a convertirse en una presa suculenta de las bestias del reino. Él era otra víctima de aquel territorio, engullido sin ningún tipo de compasión ni piedad.

 Gabriel aceleró todavía más, sin importarle las restricciones de velocidad que le indicaban las señales de tráfico. Nunca antes había tenido la oportunidad de conducir tan rápido por aquellas carreteras, y era posible que no la volviese a tener nunca más. Sus planes de futuro no existían más allá de aquella noche. No quería vivir ni un solo día más de aquella mierda en la que se había convertido su vida. Lo único que le importaba en aquel preciso momento era experimentar aquella felicidad que le otorgaba la velocidad, el rock y el tabaco, y no le importaba que aquello fuese lo último que experimentara de su errática y miserable existencia.

 Sin embargo, sus planes suicidas se vieron truncados cuando algo en su interior le obligó a frenar bruscamente su coche antes de llevarse por delante aquella figura que había aparecido de la nada en el medio de la carretera. Cuando se recuperó de aquel inútil sobresalto, tardó varios segundos en asimilar lo que estaba viendo a través del cristal. Un coyote se erguía majestuosamente frente al coche, sin ni siquiera haberse inmutado ante la posibilidad de haber muerto arrollado por el vehículo.

 Gabriel contempló con rabia y admiración la enigmática aparición de aquel animal. No comprendía que hacía aquel coyote solitario por una ciudad tan transitada en donde apenas la humanidad había dejado hueco para cualquier muestra de naturaleza. Era imposible adivinar qué había llevado a ese animal lejos de su hábitat natural o de su especie, al igual que tampoco era capaz de asimilar cómo se había mantenido vivo en un ecosistema tan distinto al suyo. Aquel coyote tenía todas las de morir en la ciudad y, sin embargo, la fiereza de su mirada era propia de un animal indestructible e inmortal. Estaba tan seguro de su fortaleza que ni siquiera había huido de aquel coche que se había dirigido desbocadamente hacia él.

 ¿Por qué había aparecido aquel maldito coyote justo en ese momento? ¿Por qué, lejos de mostrar agresividad, parecía estar observándolo con cierta complicidad? ¿Por qué estaba llegando a sentir incluso compasión por un animal que jamás había visto? Las respuestas llegaron a su mente justo en el instante en que buscó sin éxito el coyote de peluche que había quemado minutos antes.

 No era casualidad que ella le regalase aquel peluche el primer día de su estancia en la ciudad, así como tampoco lo era la aparición de aquel animal en el que iba a ser su último día en ella. Su agridulce etapa en aquel lugar venía delimitada por la figura de un coyote, un animal que había llegado sin sentido a su vida y que en aquel preciso instante le dio el más importante que había tenido nunca. Gabriel, sin percatarse, también se había convertido en un coyote humano, y su situación no era tan distinta a la de aquel animal que continuaba estático frente al coche. Ambos eran seres destinados a vivir en un lugar que no era el suyo, pero no les quedaba otra que resistir y avanzar seguros de sí mismos para lograr sobrevivir en aquella ciudad. Una ciudad que por la noche era suya, al igual que sus vidas. Y nada ni nadie podrían arrebatarles aquellas propiedades.

 Y entonces, justo en el momento en que su cerebro llegó a aquella conclusión, el coyote prosiguió su camino, dejándole vía libre para que él también continuara con el suyo.



Jorge Bastante