Gabriel sintió una leve inyección de
adrenalina cuando escuchó rugir el motor del coche. Había estado deambulando a
oscuras por su piso desde que el sol había se había escondido tras aquellos
rascacielos, buscando algún entretenimiento que acelerase el transcurso de
aquella eterna madrugada. Estaba cansado, podía sentirlo en la pesadez de sus
párpados o en el agotamiento que le suponía realizar cualquier esfuerzo físico.
Y, sin embargo, su mente y las cosas que por ella transitaban le obligaban a
mantenerlo despierto una noche más.
Había perdido la cuenta de cuántas noches en
vela habían transcurrido desde la última vez que había logrado dormir
profundamente. Ni siquiera recordaba haberlo conseguido alguna vez en aquel
último mes, pese a que el sueño llamara a su puerta cada noche. Su cerebro no
iba a permitirle una tregua en aquel castigo que parecía haberle sido
implantado de por vida, una tortura que noche tras noche debía revivir
No
podía seguir durmiendo en aquella cama. No con la cantidad de recuerdos que
esta le provocaba. Había lavado las sábanas más de una decena de veces y
todavía podía oler su perfume y el sudor que las había impregnado durante
aquellas largas y placenteras noches de sexo. Gabriel creía que se estaba
volviendo loco, que no era posible que hubiese pasado tanto tiempo desde que
ella había salido por última vez de aquella habitación y que todavía no había
logrado superarlo; o ni siquiera intentarlo. Siempre se había considerado un
poco masoquista, pero estaba dejando que aquella culpa lo arrastrara poco a
poco hacia un precipicio del que apenas podía escapar.
Los recuerdos de la última discusión, las
palabras que podría haber dicho para evitar aquella ruptura y las posibilidades
de futuro que él mismo había hecho desaparecer le estaban creando un nuevo
ataque de ansiedad. Su interior pedía a gritos destrozar algún objeto cotidiano
e inservible de aquel piso o deshacerse en puñetazos contra una pared, pero no
quería que sus compañeros de trabajo empezaran a preocuparse por la sangre seca
que presentaban sus nudillos cada vez con más asiduidad. Tampoco eran horas
para ponerse a dar golpes, y no quería que sus vecinos empezaran a preocuparse
por su salud mental, pese a que lo que más necesitaba en aquel momento era una
ayuda externa. No iba a soportar quedarse en aquel templo de la desolación ni un
solo minuto más, y le daba igual abandonarlo por la puerta o por alguna de las
sucias ventanas que tiempo atrás habían iluminado cada uno de sus radiantes
momentos vividos allí.
Llegó al aparcamiento sintiendo como el
traicionero frío de las noches de octubre calaba en cada poro de su piel. No se
había molestado en buscar una ropa adecuada para salir a la calle, ni siquiera
unas zapatillas adecuadas para conducir. Simplemente había cogido las llaves de
su deportivo y una cajetilla de aquel tabaco que había estado consumiendo
viciosamente para poder seguir haciéndolo durante su viaje a cualquier lugar y
a ninguna parte.
No
escondió su sorpresa al contemplar su mirada a través del retrovisor. De no
tener la certeza de que era él, jamás se habría reconocido. Sus ojos ya no
destilaban aquel brillo azulado, sino que se habían convertido en dos esferas
enrojecidas rodeadas por una piel cuya sequedad y oscuridad resultaban casi
mortecinas. Los ojos que lo observaban desde aquel retrovisor no eran los de
Gabriel, sino los de un ángel caído cuya existencia se basaba básicamente en la
resignación de soportar los días que le quedaban hasta la llegada de su muerte.
O puede que existiese la posibilidad de acelerar hacia ella.
Gabriel sintió una leve sensación de
adrenalina cuando escuchó rugir el motor del coche. Era una emoción que llevaba
sintiendo desde el primer momento en que sus manos habían entrado en contacto
con un volante. Le apasionaba conducir, y todavía no sabía muy bien por qué.
Daba igual el momento del día o su estado de ánimo, aquella práctica conseguía
sustraerle cualquier cosa de su interior y desconectar temporalmente de
cualquier aspecto de su vida. Cuando estaba en el coche, todo se resumía en él
y ese vehículo.
Antes de pisar el acelerador, reparó en un
pequeño coyote de peluche colocado en la guantera. Aquel trozo de tela que ella
le regaló hace mucho tiempo lo observaba con una simple y efectiva sonrisa,
demasiado optimista como para permitirse estar en aquella posición tan
privilegiada. Sin pensárselo dos veces, Gabriel lo cogió y acercó el mechero
hasta una de sus extremidades, experimentando un leve y culpable placer al
presenciar como aquel indefenso peluche empezaba a arder. Llegó a sentir cierta
envidia por su rápida extinción, pero se apresuró a lanzarlo por la ventana
antes de provocar un altercado en el interior de aquel vehículo. Todavía no era
el momento.
No pudo evitar esbozar una fugaz sonrisa cuando
el coche salió disparado del aparcamiento hacia el exterior de aquel edificio.
Mientras disfrutaba del repugnante sabor de la nicotina y escuchaba a todo
volumen aquella balada rockera de su estación de radio favorita se sintió por
primera vez libre de aquellas cadenas que lo habían estado esclavizando durante
las últimas semanas. Tarareaba involuntariamente el estribillo de aquella
canción mientras observaba la absoluta soledad de las calles a altas horas de
la madrugada. Era como si un apocalipsis hubiese acabado con los centenares de
personas que congestionaban aquella urbe durante el día, como si hubiese
accedido a un universo alternativo en el que se encontraba completamente sólo.
Pero, en realidad, aquella sensación de
soledad que desprendía la ciudad era el perfecto reflejo de lo que era actualmente
la vida de Gabriel. Lo había dejado todo (incluido su familia, sus amigos y un
trabajo bastante decente) para poder irse de su pueblo e iniciar una nueva
aventura en aquella jungla urbana junto al que iba a ser el amor de su vida. Todo
iba a ser arriesgadamente maravilloso, de no ser porque no pensó en la
posibilidad de que aquel idílico futuro se viese destinado a convertirse en una
presa suculenta de las bestias del reino. Él era otra víctima de aquel
territorio, engullido sin ningún tipo de compasión ni piedad.
Gabriel aceleró todavía más, sin importarle
las restricciones de velocidad que le indicaban las señales de tráfico. Nunca
antes había tenido la oportunidad de conducir tan rápido por aquellas
carreteras, y era posible que no la volviese a tener nunca más. Sus planes de
futuro no existían más allá de aquella noche. No quería vivir ni un solo día
más de aquella mierda en la que se había convertido su vida. Lo único que le
importaba en aquel preciso momento era experimentar aquella felicidad que le
otorgaba la velocidad, el rock y el tabaco, y no le importaba que aquello fuese
lo último que experimentara de su errática y miserable existencia.
Sin embargo, sus planes suicidas se vieron
truncados cuando algo en su interior le obligó a frenar bruscamente su coche
antes de llevarse por delante aquella figura que había aparecido de la nada en
el medio de la carretera. Cuando se recuperó de aquel inútil sobresalto, tardó
varios segundos en asimilar lo que estaba viendo a través del cristal. Un coyote
se erguía majestuosamente frente al coche, sin ni siquiera haberse inmutado
ante la posibilidad de haber muerto arrollado por el vehículo.
Gabriel contempló con rabia y admiración la
enigmática aparición de aquel animal. No comprendía que hacía aquel coyote
solitario por una ciudad tan transitada en donde apenas la humanidad había
dejado hueco para cualquier muestra de naturaleza. Era imposible adivinar qué
había llevado a ese animal lejos de su hábitat natural o de su especie, al
igual que tampoco era capaz de asimilar cómo se había mantenido vivo en un
ecosistema tan distinto al suyo. Aquel coyote tenía todas las de morir en la
ciudad y, sin embargo, la fiereza de su mirada era propia de un animal
indestructible e inmortal. Estaba tan seguro de su fortaleza que ni siquiera
había huido de aquel coche que se había dirigido desbocadamente hacia él.
¿Por qué había aparecido aquel maldito coyote
justo en ese momento? ¿Por qué, lejos de mostrar agresividad, parecía estar
observándolo con cierta complicidad? ¿Por qué estaba llegando a sentir incluso
compasión por un animal que jamás había visto? Las respuestas llegaron a su
mente justo en el instante en que buscó sin éxito el coyote de peluche que
había quemado minutos antes.
No era casualidad que ella le regalase aquel
peluche el primer día de su estancia en la ciudad, así como tampoco lo era
la aparición de aquel animal en el que iba a ser su último día en ella. Su
agridulce etapa en aquel lugar venía delimitada por la figura de un coyote, un
animal que había llegado sin sentido a su vida y que en aquel preciso instante
le dio el más importante que había tenido nunca. Gabriel, sin percatarse,
también se había convertido en un coyote humano, y su situación no era tan
distinta a la de aquel animal que continuaba estático frente al coche. Ambos
eran seres destinados a vivir en un lugar que no era el suyo, pero no les
quedaba otra que resistir y avanzar seguros de sí mismos para lograr sobrevivir en
aquella ciudad. Una ciudad que por la noche era suya, al igual que sus vidas. Y
nada ni nadie podrían arrebatarles aquellas propiedades.
Y
entonces, justo en el momento en que su cerebro llegó a aquella conclusión, el
coyote prosiguió su camino, dejándole vía libre para que él también continuara
con el suyo.